Poco se sabe de este oscuro dramaturgo y poeta
ateniense. Nació en las costas del Prates en el siglo IV y ya desde pequeño fue
signado por la persistente desgracia que lo acompañó durante toda su vida.
Aquella sucesión de infortunios llegó, con el injusto balance de la historia, a
ser mucho más célebre que su obra.
Era usual
verlo deambular sólo, recitando a viva voz los inspirados versos que se
enredaban en su mente. Algunos pocos certifican la genialidad de sus efímeras
producciones, pocas llegaron a perdurar en la piedra y ninguna se recuerda ya.
Frecuentemente
sus recitados eran abruptamente interrumpidos por la intervención de alguna
modesta catástrofe. Dinteles que se desplomaban, choques de carruajes,
accidentes de todo tipo que, para peor, nunca le sucedían al propio Tácito,
sino a los que se encontraban cerca de él o se veían tentados de presenciar sus
inconclusos espectáculos.
Quizás,
dejándose llevar por la exageración y la atracción hipnótica de encontrar un
culpable para todos los males, los lugareños comenzaron a huir de su presencia,
hacían gestos confusos cuando aparecía de improviso en un lugar público,
algunos disimulaban su desagrado y se retiraban en silencio sin siquiera
mirarlo, otros, abiertamente, se tomaban los genitales con la mano izquierda a
falta de un talismán más decoroso.
Tácito
sufrió el oprobio y la ignominia, su poderosa literatura se consumió en la
hoguera del temor y la ignorancia. Sólo nos queda de él el dudoso homenaje que
se le rinde al presentar como ‘tácito’ al sujeto de la oración que no es
nombrado. El sujeto tácito perduró en el uso del lenguaje y hoy se lo estudia
sin reconocer la tragedia de aquel hombre atrapado por el capricho del destino.
Tácito
murió victima del derrumbe de una columna en la plaza donde recitaba su poema
‘Fortuna’, con el que trataba de alejar las sospechas sobre su persona. En su
tumba colocaron una piedra en la cual no se lo nombra.
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